Manual breve para desaparecer sin incomodar
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 15 oct
- 3 Min. de lectura
Por Adriana de Jesús Casas Moreno

Fotografía de Mylén
Para morir, lo primero es decidir el día. Parece obvio, pero no lo es. Nunca un fin de semana: los sábados la gente va al mercado; los domingos, se multiplican las misas y los compromisos familiares. Si mueres un jueves, en cambio, tendrás la ventaja de que el viernes nadie quiera trabajar y hable de ti en la oficina, y el lunes todavía te recuerden en la sobremesa.
Una vez establecido el día, elige también el motivo. Evita los accidentes espectaculares: demasiada burocracia, demasiados trámites. Opta por una enfermedad rápida; lo bastante imprevista para que todos digan «pero si ayer lo vimos tan bien», y lo bastante pausada para permitir el ahorro mínimo que costeará tu ataúd y un funeral digno. Morir sin sufrimiento es un acto de cortesía hacia uno mismo; hacerlo con cierta elegancia, se convierte, además, en un detalle hacia los otros.
Antes de la enfermedad —o durante, si los tiempos no alcanzan—, haz un inventario de tu vida. No tanto de lo que has vivido —eso lo hará la memoria ajena—, sino de lo que dejarás. Pregúntate si tu muerte llenará una capilla o apenas un par de bancas. Imagina quién llorará con sonido y quién solo fingirá. Si al contar los dedos no llegas a cinco dolientes, considera contratar mujeres de la iglesia; no lloran por ti, pero saben rezar el rosario y llenan los silencios incómodos.
Revisa después tus bienes, si los hay. El testamento no es un lujo, sino un modo de evitar discusiones póstumas sobre quién se queda con la vajilla o la cama de cedro. En caso de no tener nada que heredar, deja aunque sea una carta con instrucciones para regar las plantas o devolver los libros prestados; la gente agradece estos gestos y hablará bien de ti cuando ya no puedas oírlo.
Asegúrate de no morir en medio de fiestas patrias ni durante vacaciones escolares: los amigos se van de viaje y los rezos se postergan. Morir en temporada baja te asegura un buen precio en las flores y que los sepultureros no tengan prisa. Procura también que el clima sea frío; nadie quiere enterrarte sudando bajo un sol implacable ni tiritando bajo la lluvia. Un cielo nublado de invierno da mejor tono al recuerdo. Además, los abrazos del pésame se recordarán más reconfortantes, al brindar un poco de calor.
Cuando sientas que la hora acerca, limpia tu habitación. Morir entre sábanas ordenadas facilita que los demás se concentren en tu partida y no en el desorden. Deja las llaves visibles, el celular apagado y, si puedes, una foto tuya en la que sonrías: servirá para el altar improvisado. No subestimes la importancia de tu última expresión; incluso un cadáver puede parecer descortés si frunce el ceño. Si tu cuerpo ya no es como el de antes y alguna enfermedad lo ha deteriorado, deja indicaciones respecto de que no abran el ataúd. A nadie le gusta ver un difunto con el rostro inflamado o la tez grisácea, aunque insistan en querer despedirse. Esa imagen nunca se les borrará. Que conserven tu imagen en su mejor momento.
Si eres creyente, confiesa tus pecados. Si no lo eres, al menos repásalos; la culpa también se acomoda mejor si uno la ordena antes de la muerte. Agradece en silencio lo vivido, aunque no haya sido suficiente. Pide perdón a quien debas pedírselo, y si el tiempo no alcanza, deja un recado breve: «Me hubiera gustado que las cosas fueran de otra forma».
Finalmente, cuando todo esté en orden —el día elegido, el motivo justo, los rezos garantizados y las cuentas cerradas—, permite que la muerte haga su trabajo. No te resistas; morir bien es también una forma de cortesía. Hazlo con suavidad, como quien apaga la luz al salir de una habitación que ya no usará.
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