La última lucha
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 15 oct
- 3 Min. de lectura
Por Adriana de Jesús Casas Moreno

Fotografía de Mylén
En un pequeño barrio de Guadalajara, El Zalate, vivía Jorge. Había aprendido a ser feliz siguiendo sus propias reglas: no dejar de reír, no dejar de soñar y nunca perder un domingo de lucha libre. Sus ídolos eran muchos, pero dos reinaban en su altar personal: El Santo, con su máscara plateada, y Blue Demon, con la celeste y plata. Nunca los vio luchar en persona, solo a sus hijos, El Hijo del Santo y Blue Demon Jr., quienes mantenían viva la rivalidad. También los admiraba.
En su juventud, Jorge asistía a las funciones junto a su padre. Aplaudieron al Perro Aguayo, al Cachorro Mendoza, a Cien Caras. Cuando nacieron sus hijos, repitió la tradición. Iban en familia y reían con las travesuras de los Payasos. «Tú serás Coco Chueco», le decía al niño. «Tú, Coco Liso», a la niña. Y a su esposa, que protestaba en broma por no tener apodo, le asignaba «Coco Güero». Todos estallaban en carcajadas.
La vida de Jorge fue sencilla y plena. Trabajó lo suficiente para dar lo mejor a los suyos. Jamás perdió el gusto por los tacos en la arena ni por las máscaras colgadas en su sala. Cada domingo, después de detenerse en su puesto preferido a un costado de la Arena Coliseo y admirar embelesado todas, escogía una para su colección.
Así pasó el tiempo entre risas y rounds. Pero furtivamente, como suelen ocurrir las desgracias, a los 56 años, una enfermedad silenciosa empezó a desgastar su cuerpo. Lo que antes era alegría en las gradas, se volvió silencio en las salas de espera del hospital.
Una noche, cansado del dolor, recordó una historia de su padre:
—La muerte se cansa, hijo. A veces deja el trabajo y se disfraza de luchador. Por eso La Parka sabe moverse entre la vida y la eternidad.
Jorge encendió una vela y colocó en la mesa su máscara favorita: la del Vampiro Canadiense. Susurró:
—Parka…, sé que andas por ahí. Hagamos un trato.
Un viento helado recorrió la habitación. Entre las sombras apareció una figura alta, huesuda, con traje negro y huesos blancos pintados. Movía la cadera como si estuviera en el cuadrilátero.
—¿Quién me invoca? —preguntó con voz hueca, aunque no amenazante.
—Soy Jorge Alberto. Estoy cansado. Quiero irme ya… pero no para desaparecer. Quiero ayudarte a organizar el torneo más grande del otro lado. Con el Perro Aguayo, los Mendoza, El Santo, Blue Demon… Todos los que amamos.
La Parka ladeó la cabeza.
—¿A cambio de qué?
—De mi vida. Pero allá no quiero dolor. Quiero pelear, reír otra vez… y que mi papá esté en primera fila.
Hubo un silencio. Luego, una carcajada retumbó en las paredes.
—Trato hecho. Prepárate, Jorge. El 29 de agosto de 2025 empieza la función más grande del más allá.
Esa noche, Jorge partió mientras dormía. Sus hijos lo encontraron con una sonrisa y las manos entrelazadas, como si sujetara una máscara invisible. Lloraron, pero recordaron lo que siempre decía:
—No lloren por mí el día que me vaya; júrenme que me imaginarán en la arena celestial.
Del otro lado, la Arena del Más Allá era una catedral de nubes y columnas de luz. En el centro, un ring resplandecía, rodeado de almas que aplaudían como truenos. Allí estaban los grandes: El Perro Aguayo, los Hermanos Mendoza, El Santo y Blue Demon, quienes en vida fueron rivales, ahora se sonreían con complicidad.
Jorge entró al ring con los colores blanco y negro del Vampiro Canadiense. La máscara brillaba bajo un cielo de auroras infinitas. En primera fila, su padre agitaba una bandera hecha con retazos de recuerdos.
—Te tardaste, hijo. Ya era hora de la revancha —le guiñó.
Las gradas rugieron cuando La Parka levantó el micrófono:
—¡Bienvenidos al Torneo Eterno! Hoy, la lucha libre vuelve a empezar… y nunca terminará.
Los Payasos —Coco Güero, Coco Liso y Coco Chueco— estaban allí. No eran otros que los recuerdos de su esposa y sus hijos en sus días felices, ahora convertidos en personajes reales para acompañarlo.
En el mundo de los vivos, cada 30 de agosto su familia siente un aire distinto en la casa. Sus nietos Gabriel y Tomás, ya adultos, cuentan la historia del abuelo luchador en el cielo. Y a veces, cuando el viento sopla fuerte, las ventanas vibran como cuerdas de ring. Si se escucha con atención, se oye un murmullo lejano:
—¡Uno, dos, tres…!
El grito de victoria que Jorge soñó toda su vida.





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