Bajar el escalón: interpretación literaria del absurdo en la depresión
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 16 oct
- 16 Min. de lectura
John Fredy Bedoya Marulanda

Fotografía de Mylén
Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión.
De vez en cuando sentía deseos de interrumpir a todos
y decir: Pero, al fin y al cabo, ¿quién es el acusado?
Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.
Pero pensándolo bien no tenía nada que decir1.
Albert Camus, El extranjero
Bajar el escalón a oscuras hacia el interior de nuestra mente, hacia nuestros miedos y dolores, es un peligro. Podría estarse caminando sobre estructuras débiles sin darse por enterado, o tropezar con pequeños obstáculos del camino que nos harán rodar hasta el fondo del sótano para ser engullidos por la sombra que espera abajo.
A oscuras también es imposible transitar por el laberinto que se abre paso después del último escalón; es más, no hay camino siquiera que recorrer, y jamás se podrán observar las bestias que esperan cuando una pared muere y comienza otro camino. Solo se escuchan sus bramidos rebotando entre los muros, sin lograr concebir si se está frente a un monstruo terrible o frente a uno inofensivo que se comporta como el otro, y que camufla en la oscuridad su propio miedo.
Bajar el escalón sin ninguna luz no es un acto valeroso ni intrépido; es estúpido, así como lo es aventurarse con cualquier luz, ni siquiera con la disposición de encontrarse con los peores horrores.
Para bajar se podría elegir la luz del sol agonizante de la religión, corriendo el riesgo de que todo lo ilumine y nada a la vez; aunque, más que bajar, esta pide que ascendamos y escapemos. O con la incandescente luz de la ciencia química —con pastillas— que pintan en los muros señales luminosas, al estilo de las que demarcan las rutas de evacuación en los edificios, y que gritan: «¡Este es el camino!», aunque al final solo queda esperar en el punto de encuentro a que todo se desmorone.
También puede hacerse uso de la linterna sin batería, esas que venden en los estantes del mercado en forma de libro o conferencias, y que prometen el autoconocimiento como si fuese una mercancía. O de aquella que, como única estrella en un cielo nocturno, centellea sin prometer nada a excepción de un largo camino lleno de obstáculos y retos: el camino de la interpretación de los símbolos y la experiencia que, a mi parecer, comparten —pero desde diferentes perspectivas— la filosofía, el psicoanálisis y las artes.
En mi propio descender he intercambiado luces, sin querer decir con ello que las uso indistintamente, pues muchas se agotaron en el camino. La única que persiste es la luz que me ofreció la literatura y la exégesis que construyo de ella para desentrañar el misterio de estar vivo.
El interés por este descenso ahora es hacer comunicable mi experiencia ante la caída en la depresión y mi estado de desesperación en ella. Mis herramientas: Camus y Kafka; pero no sus vidas, sino los personajes de sus historias y todo aquello que ha caído en mis manos y he leído detalladamente con el fin de entender su simbología y, de paso, entender el estado de desesperación.
Más que una crónica sobre lo que me llevó allí —mucho de lo que a voces sordas grito en mis propios escritos en esta absurda carrera y anhelo de ser escritor—, lo que quiero es dar a conocer mi interpretación, aquella que ellos ayudaron a construir con la noble luz con que iluminaron mi descenso.

Miedo, desconfianza, desilusión, hartazgo, enojo; en suma, absurdo. Era lo que sentía mientras, tirado en el sofá, estaba sin saberlo frente a la puerta que daba a los escalones que debía descender.
Me enfrentaba a una serie de posibilidades ocultas entre la conjugación del verbo haber; específicamente, el «hubiera», que me hacía renegar con vehemencia del tiempo presente y de todos los demás verbos y sustantivos, adjudicándoles adjetivos con los que descalificaba mi relación con el instante en que vivía. ¿Qué estaría haciendo en este momento si hubiera...? ¿Cómo me sentiría si hubiera…? ¿Sería más feliz si hubiera…? Eran las preguntas en las que me detenía mientras observaba los escenarios en los que me «hubiera» sentido más pleno, pero que, al fin de cuentas, eran hipotéticos.
Tenía una relación agresiva con mis decisiones, mis pensamientos, mi cuerpo, mis logros y fracasos, los cuales valoraba con verdades adquiridas y sin cernir. Esta situación era un diálogo fluido con el dolor y el remordimiento.
La genialidad de Camus me presentó alguna vez un personaje parecido: el juez-penitente2. Jean Baptiste Clamence, quien lo personifica, es un abogado que escapa de su vida en París, donde, según su testimonio, siguió al pie de la letra y con entereza las normas de la sociedad: cumplía con su trabajo, era caritativo, se esforzaba por destacarse entre los círculos que frecuentaba, pero en su interior se distanciaba de ese mismo entorno; no lo satisfacía. Sin embargo, el punto de quiebre fue una noche, cuando escuchó —mientras cruzaba por un puente— a una chica arrojarse al río, pero no se detuvo a ayudarla. La culpa, como confiesa entre líneas Jean Baptiste al lector, lo persigue desde entonces. Su confesión, contada con un dejo de nostalgia y resentimiento hacia sí mismo, encarna a un ser que se acusa y juzga sus acciones, pero que, a la vez, se avergüenza de ellas, lo que no le permite encontrar la calma3.
Así pues, volviendo a mi experiencia: ¿De qué me acusaba? ¿Bajo qué parámetros lo hacía? ¿Cuál era la sentencia? Las respuestas, en su orden, fueron: la estupidez, bajo lo que consideraba eran los estándares o ideales de vida; cualquier forma de suicidio.
A cierta distancia, la acusación es un lugar interesante en el nudo de la depresión. Aquí se presentan las dos primeras caras del conflicto: la del fiscal-acusador, que señala las desviaciones de la conducta con respecto a lo imperante, a la norma y al deber ser; y la del acusado, quien, después de renunciar a la defensa, se presenta ante el tribunal como culpable, ya que conoce de antemano el veredicto, pero le es indiferente.
Ser acusador y acusado en un juicio puede significar una ventaja para el segundo. Lo más sensato sería desviar el sentido de las pruebas para hacerlas girar en la dirección de la inocencia; pero, en este caso, ante el veredicto anticipado de la depresión, toda la acción la toma el fiscal-acusador para sentarse sobre la palabra, ya que no permite que la verdad que ostenta sea determinada por el azar.
El fiscal-acusador tiene habilidades de prestidigitador y se viste en sintonía: con traje de mangas largas, camufla los bolsillos en los que esconde las pruebas; y, cuando se cree que no puede sorprender con algo más, hace aparecer con el ágil movimiento de los brazos una nueva que pone sobre la mesa. Pero, además, es sádico. En su truco de cartas, pone la baraja frente al acusado-culpable para que este elija cuál será la próxima a usar en su contra:
—¿Cualquiera? —pregunta al acusado.
—Sí, cualquiera —-responde el fiscal—, igual cualquiera servirá. Esas cartas, los conejos, las bolas de goma que parecen multiplicarse frente a la mirada atónita y desesperanzada del acusado, son las pruebas que enseña para demostrar qué normas se han infringido, y que, mediante la retórica, el fiscal-acusador sustenta —no para convencer al juez, sino al acusado-culpable— de que no hay una verdad distinta. Además, para rebatirlas, no hay lógica, test científico o puntos de comparación que valga. No pueden sopesarse ni ponderarse; tampoco habría forma de hacerlo, ya que son fruto de una habilidosa ilusión. A pesar de ello, el acusado-culpable no encuentra fallas en el accionar del fiscal-acusador y, aunque las encuentre, tampoco le interesa refutarlo. La actitud del acusado-culpable es muy parecida a la de Meursault4 durante su juicio. El procurador que lo acusa recrea los hechos de tal manera que construye una verdad incuestionable, tanto para quienes están en la sala como para el propio Meursault, que asiente al ver lo sucedido desde otro punto de vista diferente al suyo. Se demuestra que es culpable del asesinato: “Había disparado una vez. Había esperado. Y para estar seguro de que el trabajo estaba bien hecho, había disparado aún cuatro balas, serenamente, con el blanco asegurado, de una manera, en cierto modo, premeditada5”.
Pero no contento con ello, el procurador usa la indiferencia del personaje con respecto a la muerte para demostrar que el alma del culpable es inaccesible a lo humano. ¿Qué hace Meursault? No toma partido frente a los hechos y vive al límite de la nada. El acusado-culpable, despersonalizado, es inactivo frente a la vida misma (en un sofá como en mi caso) y adolece del presente. No es más que un espectador. Asiente frente a la ferocidad de los ataques de la depresión, a la realidad distorsionada por su ánimo, y piensa: «No tengo nada para decir». Y, al contrario de Meursault, sufre del dolor de vivir.

“No tiene derecho a salir, está detenido.
—Así parece —dijo K., y agregó enseguida—: ¿Por qué?
—No hemos venido aquí para decírselo. Regrese a su cuarto y espere. El procedimiento ya está iniciado, de manera que se le informará de todo a su debido tiempo6”.
Esa es la conversación que sostiene Josef K. con el oficial que declara que está en curso una investigación en su contra, antes de insertarlo en la inentendible burocracia en la que debe enfrentar su proceso. Kafka nunca dice de qué lo acusan, pero es culpable. El acusado-culpable tampoco lo sabe nunca. No se trata de eludir responsabilidades, pero, en mi experiencia, nunca encontré un suceso que no me llevara a otro anterior y este, a su vez, a otro; en una interminable cadena de hechos que, en su conjunto, acrecentaban el sentimiento de culpa, remordimiento y desesperación.
Josef K. mira hacia el futuro después de recibir la noticia; piensa en enfrentar el proceso (sobre lo que me detendré más adelante). Pero el acusado-culpable mira hacia el paisaje agreste, hostil y lúgubre del pasado. Quisiera cortarlo de tajo para ahorrarse el padecimiento; es la primera y reiterativa solución que se le ocurre en la inacción en que se ha instalado después de las acusaciones, y pierde de vista otros horizontes posibles de acción. El pasado no existe ya, es inmodificable, pero se observa a través del lente distorsionado de prejuicios construidos durante la interacción con el fiscal-acusador; por eso el suicidio es la única forma de lograr arrancarlo de raíz. Aquí hay una malversación de la realidad, una incomprensión del mundo y un sentimiento de enajenación frente a él. El futuro, por su parte, además de castigarlo con la incertidumbre que lo constituye, se convierte en un campo estéril en donde nunca crecerá nada.
Imagínense estar parados cerca al vacío. Imagínense también una línea recta bajo sus pies. Es lo único que existe. Hacia atrás, el pasado con todo su dolor; enfrente, un horizonte difuso cubierto de niebla, tras la cual se cree que se esconde más dolor. La inactividad está llena de miedo a dar otro paso; no hay a dónde ir.
Ahora, imagínense que de esa línea recta se desprenden de pronto, hacia adelante, otros caminos: sinuosos, estrechos, pedregosos, que se superponen unos a otros y ninguno presenta un final cierto. Cuando se elige alguno, a cada paso que se avanza también lo hace el cruce inicial; no se deja de ver el pasado ni el futuro de la misma forma. Y, aun así, hay que caminar por ese entramado de nuevos caminos sin llegar a ninguna parte, pero se avanza con una única certeza: la de ser condenados.
Este escenario, donde se sobrepone lo irreal a lo real, devela la conducta autodestructiva del acusado-culpable. Sigue, sin miramientos e impulsado por una culpa que no es suya, aquellos pintorescos y cerrados espacios, obligándolo a arrastrarse y a sufrir en contra la incomodidad y una interminable desesperación y tensión. Es muy parecido a los vericuetos de esa burocracia kafkiana, diseñados para obligar a quien los atraviesa a hacerlo en una posición de sumisión frente al destino.
Aquí hay que retomar la idea de que el acusado-culpable carga con culpas que no son suyas. La metáfora de Gregorio Samsa7 —tras corroborar que en realidad se ha convertido en un monstruoso insecto— es la imagen del hombre primero enajenado y, luego, privado de sus características humanas. Que piense primero, aún en dar respuesta, aún en su estado, en responder a las obligaciones económicas con su familia y el trabajo, es la imagen del individuo presionado por la sociedad a cumplir las expectativas que esta ha impuesto sobre él y su conducta: una lucha continua de su ser contra del lugar que los otros —de manera directa— y la sociedad con sus normas —de forma indirecta— le han asignado, aun sin estar en condiciones de cumplir con el papel. Al individuo nunca se le pregunta si puede, se le exige que lo haga. Se le quita la r de su ser y se le dice: «solo sé». En caso contrario, se le relega, se le exilia —al igual que se hizo con Samsa— por el miedo que causa ese extraño, ese «impedido». Un hombre atrapado en un insecto es el mejor peyorativo para quien se siente ajeno al mundo: un extranjero, como diría Camus, impulsado a ser quien tal vez no esté preparado para ser, mediante mecanismos tan complejos como difusos que, en vez de alentarlo, lo encierra en el «sé» como quiero que seas.
Pero todos somos culpables, como dicen Jean Baptiste Clamence y Calígula8: el primero, haciendo referencia a la culpabilidad de seguir el juego a la sociedad; el segundo, nuestra subordinación al destino. No hay que esperar otra sentencia ni nada diferente.
En mi caso, cuando el juez apareció en escena, el fiscal-acusador vio con emoción cómo el martillo se alzaba en el aire para luego caer sobre el sofá y decir, con el golpe, la sentencia: el suicidio. Esa figura del juez —nada imparcial— existe solo para ratificar la culpabilidad y dictaminar la resolución final, cuando se ve la nada frente a los ojos y se comprende que la vida es absurda y sin sentido. «Los hombres mueren y no son felices»9, como dice Calígula; pero también mueren sin tener la mínima noción de quiénes son ni interés en saberlo ya. Mueren diciéndose mentiras que los ayudan a ponerse en pie cada mañana para hacer lo que se supone que deben hacer para ser felices; aquellas que los llevan a buscar desesperadamente el éxito según los dictámenes que se les imponen —algo muy al estilo de Gregorio Samsa frente a su jefe y sus padres—, que los empujan a ritmos, tendencias, modas y estilos, enmarcados en él se debe y no en él se puede ser.
Este juez está ahí desde el inicio: espera en silencio antes del proceso, durante él, y aparece para desenmascarar al acusado-culpable, y despojarlo de esas mentiras y lanzarlo a esa nada. No analiza ni interpreta la ley bajo la cual juzga, ni se va con medias tintas; la obedece no por lo que dice, sino porque es ley —al estilo de todos los jueces de Camus— y no conoce otra palabra que «culpable». El acusado-culpable mira a un lado, al otro, y ve sonriendo al fiscal-acusador, que no oculta la satisfacción que siente por el trabajo cumplido, y luego a la mirada morbosa del juez, que acaricia cada una de las formas en que se puede cumplir la sentencia, como si los aparatos destinados para tal fin fuesen el culmen de la creación.
Es en el desenlace del conflicto de la depresión cuando, por primera vez, se habla con la verdad al acusado-culpable y se le permite decidir cuál de los horrores prefiere para cumplir con la sentencia. Este los analiza y escoge alguno, quizá el peor de todos, pero aun así queda insatisfecho, porque tal vez quedará en deuda.

Calígula se obsesiona con lo imposible y quiere negar su propia muerte. El oficial con la máquina de ejecuciones se entrega a ella de manera voluntaria10. Un animal construye túneles para salvaguardarse y, al final, no se siente seguro en su propio laberinto11. No hay finales felices en la desesperación que plantean estos autores en sus obras; solo hay una única certeza: la muerte.
Ante esto, hay quienes, para sostenerse frente a la nada, buscan un sentido más allá de sí mismos y enfrentan la vida sujetos a este. Job, por ejemplo, sufre su desesperación con entereza y, aun cuando no entiende los designios de Dios, permanece fiel hasta que todo le es devuelto. Abraham12 afila el cuchillo para sacrificar a su hijo, pero al mismo tiempo confía. Sin embargo, ¿a quién culparían los amigos de Job de su infortunio, o por qué llevaría Abraham a su hijo al monte Moriah, si no existe Dios? Seguro no harían nada de ello, pues no tendría sentido. Estar parado sobre el andamio de un sentido es negar la vida misma, pues los sentidos se compran: el trabajo, las posesiones y los prototipos; y cuando este andamio se tambalea a nuestros pies, quedamos frente a la nada. El individuo es lanzado a este mercado de sentidos con concepciones preestablecidas sobre lo bueno, lo bello y la verdad, pero sin una mente crítica que lo ayude a formarse una idea sobre lo que enfrenta. En otras palabras, aprende a relacionarse con los objetos del mundo de acuerdo a los propósitos de los mismos y a desdeñar lo que no los posee; por ello, cuando no encuentra su propósito, desdeña su existencia. A grandes rasgos, este era el problema que enfrenté en el sofá: la obsesión por reconstruir un propósito en ruinas. No imaginaba otros escenarios, y tal vez este sea el problema: la falta de imaginación. Imaginarse a Sísifo13 feliz, como lo pide Camus, es una tarea difícil, pues significa bajar el escalón y conocerse a sí mismo a tal profundidad que el sinsentido deja de doler. Josef K. lo hace cuando sigue su proceso sin dejar la vida cotidiana, aún ante la incertidumbre de saber sobre qué se le acusaba y cuál sería el castigo. Meursault se enfrenta al capellán que quiere confesarlo y le niega su remordimiento; no porque su intención fuera matar al árabe ni por cinismo, sino porque aceptó que no podría tener otra vida y escapó de los escenarios en los que «hubiera» sido más feliz y de las infinitas posibilidades no cumplidas.
Ambos personajes me ayudaron a bajar el primer escalón con su acto de rebeldía. Lo primero que descubrí en ellos es que no es suficiente con vivir, sino que hay que dar el salto de la rebeldía aun cuando estamos condenados, y encarnizarse en la lucha por trascender las acusaciones, los sentidos y propósitos. Sin embargo, hay que tener presente que esto no quita poder al juez, ya que su veredicto está dado y la trascendencia no lleva a la eternidad. No se trata, pues, de esquivar el problema y pensar que así se ha resuelto, sino de darle cara y enfrentar lo que no es nuestro dentro de nosotros, como un impulso de sinceridad que elimina las comodidades que nos sostienen. Tampoco es un acto de rebeldía infructífera contra el mundo, pues no se debe llegar a la obsesión de cambiarlo todo, sino de aceptar lo que no se puede cambiar y caminar con el rostro en alto hacia el patíbulo.
Esto me lleva, finalmente, a lo más esclarecedor: la actitud de los personajes frente a la adversidad. Para el lector desprevenido, pueden hacerlos parecer indiferentes al destino, pues avizoran en el horizonte la muerte con tranquilidad —vivir la cotidianidad en el primer personaje, la contemplación de cada instante en el segundo—. Sin embargo, entre líneas, lo que presentan es una nueva certeza.
Estoy de acuerdo con que la muerte es una certeza, pero no lo estoy con que es la única, y este es el gran horror que encontré al descender: también estamos vivos.

Referencias
1 Camus, 2020, p. 95.
2 Jean Baptiste Clamence es el personaje principal de la novela La Caída de Albert Camus (2021b). La figura del juez-penitente es una crítica camusiana a la condición humana moderna. Clamence es un reflejo de la persona que se siente moralmente superior y libre de culpa, pero que, en realidad, está llena de remordimiento y vive en una prisión psicológica.
3 En esencia, el juez-penitente es una figura que muestra que todos somos culpables. Todos nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás, y todos, en el fondo, escondemos alguna forma de hipocresía. Clamence confiesa su pecado no para ser absuelto, sino para que su oyente (y, por extensión, el lector) también se sienta juzgado y culpable, reconociendo así la miseria común de la humanidad.
4 Meursault es el protagonista de la novela El Extranjero de Albert Camus (2020). Meursault, al aceptar su destino y negar su remordimiento, encuentra paz en la «dulce indiferencia del mundo».
5 La frase es parte de la declaración que hace el fiscal durante el juicio del protagonista, Meursault, por el asesinato de un árabe. El fiscal usa estas palabras para argumentar que Meursault no solo cometió el asesinato, sino que lo hizo de manera premeditada y sin arrepentimiento, demostrando así su «indiferencia» y «falta de alma» ante la sociedad. Camus, 2020, p. 96.
6 Esta situación refleja la experiencia de sentirse abrumado por un sentimiento de culpa y remordimiento sin poder identificar un evento o razón específica que lo justifique. La culpa, en este sentido, es un sentimiento que simplemente es, sin tener un origen claro. Por ello, la depresión se asemeja a un proceso inentendible que ha comenzado sin consentimiento y del que no se puede escapar. Kafka, 2003b, 122.
7 Gregorio Samsa es el protagonista de la novela La Metamorfosis de Franz Kafka (2003a).
8 Calígula (2019).
9 Esta frase es pronunciada por Calígula en la obra de teatro de Albert Camus (2019), la cual lleva el mismo nombre. En general, en la literatura de Camus se reitera la idea de que somos condenados a muerte, culpables, por el solo hecho de estar vivos. Esto se desarrolló con mayor detenimiento en esta obra de teatro. Para Camus, el enfrentamiento con el absurdo es el conflicto entre la búsqueda inherente de sentido y significado del ser humano, y el silencio y la indiferencia del universo. La muerte es el ejemplo más puro de este absurdo. Calígula, al ver a su hermana morir, se da cuenta de que la muerte es un evento final, sin sentido, que anula todo esfuerzo y toda posibilidad de felicidad.
10 El oficial, de la historia En la colonia penitenciaria de Kafka (2003d), está obsesionado con la máquina de ejecución. La considera la cúspide de la justicia y la perfección. Cuando un nuevo comandante cuestiona su uso, el oficial, en un acto de desesperación y fidelidad fanática, decide ser él mismo el último en pasar por ella. Se entrega voluntariamente para demostrar la justicia y el honor de ese sistema, lo que simboliza la conducta autodestructiva del acusado-culpable en su estado de desesperación.
11 El animal de La Madriguera, relato de Kafka (2003c), construye su madriguera con la intención de salvaguardarse, de crear un lugar donde esté completamente a salvo. Esta acción es una metáfora de los esfuerzos que una persona con depresión hace para protegerse del mundo exterior y de sus propios miedos. Por ejemplo, al aislarse socialmente, al evitar situaciones de riesgo o al crear rutinas rígidas.
12 Lejos de ser una crítica a la fe, hay que reconocer que personajes como Job y Abraham encuentran un camino para enfrentar el sinsentido, la fe. El «salto de fe», como lo define Kierkegaard (2014) puede ser un acto irracional que va más allá de la moralidad universal y la lógica humana, pues se suspende la razón para creer en algo que no puede ser explicado.
13 En la mitología griega, Sísifo fue condenado por los dioses a empujar una roca gigante cuesta arriba por una montaña, solo para verla rodar de nuevo hacia abajo, repitiendo esta tarea por toda la eternidad. Este castigo representa la futilidad, la repetición sin sentido y el trabajo sin propósito, que para Camus es un reflejo de la vida humana. Esta idea no significa que Sísifo deba encontrar alegría en su castigo, sino que debe abrazar su destino absurdo con conciencia y rebeldía, en lugar de rendirse a él. Camus A. (2012).
Bibliografía
Camus A. (2012). El Mito de Sísifo. Alianza.
Camus A. (2019). Calígula. Alianza.
Camus A. (2020). El Extranjero. Skala.
Kafka F. (2003a). La Metamorfósis. En: Franz Kafka (pp. 9-63). Tomo.
Kafka F. (2003b). “El Proceso”. Franz Kafka (pp. 119-337). Tomo.
Kafka F.(2003c). “La Madriguera”. Franz Kafka (pp. 453-484). Tomo.
Kafka F. (2003d). “En la Colonia Penitenciaria”. Franz Kafka (pp. 521-555). Tomo.
Kierkegaard S. (2014). Temor y Temblor. Alianza.





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