La procesión de Catherina
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 16 oct
- 8 Min. de lectura
Por Liliana López León

Fotografía de Mylén
Nos enteramos en la clase de la profesora Elena. En un papelito mal fotocopiado nos ordenan llevar el uniforme blanco, aunque no toque deporte ese día. «Importante traer un metro de listón negro». No está claro cuál es el objetivo o qué haremos con eso al día siguiente. Lo conseguimos como una cartulina o un mapa con división política: resulta igual de difícil si te esperas hasta el último momento, cuando todas las tiendas están cerradas. Por la mañana vemos que el listón es para hacer un lazo negro de luto. Un metro es cantidad de sobra; supongo que lo han pedido así para compensar a los incumplidos.
La profesora Pilar, la de cejas con forma de espermatozoide, ha traído flores amarillas y blancas. Nos ordena que armemos ramilletes para traer uno en cada mano, porque según esos son —perdón, eran— los colores favoritos de Catherina. Mi compañera Danna, me dice en secreto: «No es cierto, su color favorito era el negro». Me confía al oído, pero con volumen involuntario. La profesora nos dice algo así como: «Señoritas, ¿pueden callarse, por favor? Más respeto». Nosotras no respondemos. Nos da un gracias pasivo-agresivo y grita una instrucción sobre las flores: que estemos atentos, por si el auto de los padres de Catherina se acercan; no dudemos en avanzar y darles uno de los ramitos «con la seriedad que quisiéramos si nos llegara a pasar algo así, esto no es una fiesta». Se me arruga la nariz de disgusto ¿Es real lo que nos sugiere? ¿Que si nos morimos vamos a preferir seriedad en nuestro entierro? Luego nos explica, como si fuera física cuántica, que hagamos una cadena humana alrededor del edificio tomados de las manos. «Profe, pero si nos agarramos ¿cómo vamos a cargar los ramos? Se nos van a caer». «Jovencito, se dice: “Profesora, disculpe, ¿cómo hacemos para seguir su instrucción sin que se nos caigan los ramos de flores?”. Dígalo así, por favor». La profesora Pilar obliga a Daniel ―un compañero que, la verdad, es un pain in the ass―, a repetir como un autómata lo que ella acaba de decir. Dani tiene razón. La idea de tomarnos de las manos y a la vez sostener flores no funciona, y la profesora tampoco resuelve la pregunta. Ella solo deja claro quién manda y suelta la cantaleta de que nosotros somos un botón, una muestra de la educación que hay en nuestra casa.
Cuando se aleja, nos soltamos; además nos sudan un montón las palmas. Entre tantos apretujones y el sol que pica, las flores ya se están marchitando.
El tributo no es idea nuestra, pero eso no quiere decir que no nos afecte que haya fallecido una compañera. Yo no conocía a Catherina; es mi primer mes cursando el primer año de secundaria y ella era de tercero. No sé nada sobre muertes juveniles. No tengo idea de que este será mi último año con trazas de infancia e inocencia.
Estoy entre dos compañeras: una con flequillo pasado de moda a la aquanet y otra a la que le huele el aliento. Las oigo quejarse del calor y del sol sin parar. Me aburren. Para no escucharlas, disocio. Mi mirada apunta hacia el norte. A una cuadra, alcanzo a ver la avenida pegada al muro fronterizo. A esas horas y entre semana está tan tranquila la garita, sin tiempo de espera. Sueño un poco: Un Hyundai ―no importa que sea viejo― y una licencia falsa. Le diría a Danna que nos fuéramos de shopping. Le haría una broma sobre cómo el otro lado bien puede ser California o la muerte. Pero no sé conducir y, además, no traigo mi visa en la cartera. Las familias fronterizas como la mía la guardamos en casa, segura, donde no se pueda maltratar. Solo traigo veinte pesos en monedas.
Es solo que me permito soñar, solo eso. Así sobrevivo.
Nos dicen, de forma solemne y discreta: Catherina murió de un ataque fulminante al corazón, algo con lo que nació pero que no se podía saber. Nos lo dicen porque algunos no dejan de preguntar y porque, si los profes no dicen nada, mis compañeros se ponen a especular, y eso es peor.
A algunos les gusta repetir la historia de que cuando su madre la encontró creyó que se había quedado dormida y la regañó porque era tarde para alcanzar su carpool. Que cuando la agitó de un hombro, sintió su cuerpo frío. Supongo que les gusta contar esto porque todos batallamos para despertar y llegar temprano a la escuela. Podría pasarnos.
Pero a mí me interesa más la escena siguiente. ¿Qué hizo su madre? Quiero saber si gritó, si lloró, si sintió remordimientos, si llamó a la policía o a un médico. ¿Quién o cómo es lo que sigue? Poco se habla de eso que pasa después de descubrir la muerte. Se hacen simulacros para incendios y terremotos, pero nadie quiere saber qué hacer frente a un recién muerto.
Le comento a Danna, y dice que ella cree que la señora estuvo varias horas abrazada al cadáver. Hace conjeturas como una detective. Me encanta su voz cómplice y fantasiosa.
Hay otras historias. Dicen que a Catherina no se le detuvo el corazón de un día a otro, sino que ella misma tomó la decisión de irse.
Me acerco a Danna y le pregunto:
―Oye, ¿pero tú crees que haya pasado eso, o qué pex?
—No se ―me dice—, pero, de todas formas, por alguna razón extraña, se siente como un suicidio. Si la hubieras conocido, sabrías qué ondeada estaba. Yo creo que no quería vivir más.
―¿Tú la conocías?
―No. Mi primo está (estaba) en su salón. Era una morra bien rara, bien calladilla, así como que en su mundo.
La procesión sigue a la carroza beige y tocan el claxon sin parar. Estoy un poco decepcionada de que no sea negra y reluciente. Las revistas de moda nos prometen que este fin de milenio se vienen estilos futuristas: labiales azules, conjuntos plateados, peinados que desafían la gravedad. Y, en cambio, la carroza me parece tan anticuada, con esa decoración que imita la madera y sus faros redondos que parecen ojos asustados. Mi ciudad está atrapada en los setenta, y no de los buenos, sino en los setenta regionales, incoloros, en los que tienen olor a cigarrillo.
Se va la carroza. Qué bueno. Ya quiero irme, dejar de soportar el sol en la frente, en el cuello. Nos avisa un profesor que el cortejo fúnebre volverá a pasar para cubrir todas las calles que rodean la escuela, que el director va a decir unas palabras. Bufo y me recargo en el cerco para descansar la espalda, esperando el regaño de algún profe, pero no llega. Creo que es porque todos estamos igual de hartos.
—El perímetro, jóvenes, a ver si tan aplicados, ¿qué es el perímetro?
Una compañera responde:
―Es como lo que rodea algo y como que se puede medir.
―Se la voy a dar por buena, Carrillo ―responde el profesor.
Le digo a Danna que la palabra «cortejo fúnebre» me suena a lo que hay antes del apareamiento de los que trabajan en la funeraria. Se aguanta la carcajada para que no nos regañen.
Tengo trece años, y mis interacciones con Danna me parecen tan adultas, tan profundas. Quiero que Danna sea mi amiga; supongo que ya lo es. Hablamos de la muerte, lo que nos lleva a comentar que los cadáveres se echan pedos y hacen ruidos naturales, y que si por eso los embalsamadores ya no se asustan. Esa charla nos distrae porque, justo cuando volteamos, el auto de la familia de Catherina ya está frente a nosotras.
Yo no quiero ser la que lleve el ramo a la señora. Por suerte, dos compañeras, ―ansiosas de protagonismo y de hacer la barba―, corren al encuentro. La madre las toma con tanta fuerza de las manos, y ellas, que son tan flacas y bajitas, hacen como que no les duele.
La señora desconsolada nos dice: «Gracias, tesoros. Esto que han hecho por nuestra familia es muy bello y estaremos siempre agradecidos. Nuestra Cata siempre los va a llevar en el alma, donde quiera que esté. Cuídense mucho, coman bien, háganles caso a sus papás… vivan su juventud de forma bonita». Dice todo esto con la garganta hecha pedazos, pero tengo la intuición de que a la señora le gusta hablar en público; es su modo de conectar con el dolor, supongo. O son los nervios, el choque del duelo que no entiendo. Me siento mal por pensar estas cosas.
Veo la carroza fúnebre marcharse a vuelta de rueda de la secundaria y le digo a Danna que, la neta, creo que los del salón fingen estar tristes solo por obedientes o por seguir el rollo. Me da la razón al terminar el evento, porque todos se portan de repente como si nada de aquello hubiera pasado. Muchos aprovechan para irse de pinta o para ir a comer. No se habla más de ella, cosa que a mí sí me hubiera gustado hacer en su honor: saber quién era, qué le gustaba, qué quería.
También sé que fingen por algo que no le digo a Danna: en la entrada, a un lado de nosotras, están sus compañeros y atraviesan dolor verdadero. El grupo de Catherina parece ser veinte años más viejo que ayer. Al querer entrar por el portón de hierro, el prefecto grita: «¡Una sola fila, jóvenes, una sola! ¡Rápido!». Algunas chicas se abrazan para no caerse; el llanto las agota. Uno de los grandotes llora y camina agachado. Uno pecoso toca el hombro de otro de sus amigos; sabe exactamente cómo acompañarlo.
Me imagino que alguno de ellos estuvo enamorado de Catherina, puede ser. Quizá alguien siente culpa por haberle dicho cosas feas tiempo atrás. Se conocen, son un grupo unido desde antes de la muerte de su compañera. Siento envidia. Parecen más cercanos a la madurez, a tener su vida en orden. Pronto irán a la preparatoria y no tendrán que lidiar con niños que creen que lo más divertido es hacer calzón chino.
Me da vergüenza que nos hagan marchar como una escolta militar mientras formamos la fila. Prefiero observar al grupo de Catherina en lo suyo; ellos no hacen caso a las instrucciones. No pueden, o ya no les importa, el tronar de dedos del prefecto, que arma más escándalo que nosotros.
Algo pasa en las caras de las personas que lloran bajo el sol. Es una cara que he visto antes en el cementerio. Esta ciudad y su calor infernal, su luz que quema todas las fotos y pone opacas las casas, no hace más que obligarnos a cerrar los ojos. Es como si, sumado al calor que se produce en la piel por el esfuerzo de tanto llorar, el sol agregara una capa más de sufrimiento.
Una de las chicas va abrazando un retrato enmarcado de Catherina. Le digo: «¿Puedo verla?» Me lo enseña como si me mostrara a un bebé: despacio, con ternura, para no despertarlo. La reconozco. Sí, la había visto alguna que otra vez: en la cafetería, bajando las escaleras mientras yo subía. Ese cabello largo, liso y rubio cenizo; esos labios diminutos, esa carita pálida y melancólica. Su imagen me deja un hueco en el estómago, pero, después de haber visto las caras rojas e hinchadas de su grupo, decido que la noche es mejor para llorar.
Alrededor hay olores revueltos: el perfume amaderado del prefecto, los sudores, las axilas de los que no han descubierto el desodorante, las fragancias de melón de las chicas, las cabezas grasosas de los que prefieren bañarse en la noche, los que duermen con un hermanito que se hace pipí en la cama. Yo, con mis pies hartos del calor y por estar de pie. Con eso y con todo lo demás, siento ganas de desmayarme. Me encandilo; veo manchas de colores y oscuridad con este violento mediodía, y pienso que todavía quedan tres clases para salir y que el aire acondicionado de nuestro salón no funciona bien, que no saca la humedad. Respiro hondo, aunque me venga todo el aire impregnado de olores. Aguanto como un soldado. No quiero ser vista como la ridícula que se desmayó en el funeral de Catherina, porque pensarán que me impresiona la muerte. Y aunque sí, que pensar en morir me asusta a veces, hoy no es el caso.
Me acerco a Danna, mucho, como se acercan las amigas de confianza, y le digo al oído: «Preferiría estar muerta». Ella sonríe, me enseña su mano abierta y me dice: «Yo también. Chócalas».





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