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REVISTA LITERARIA

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La guerra que nos pondrá fin

  • Foto del escritor: Elipsis Diseño y Maquetación
    Elipsis Diseño y Maquetación
  • 15 abr
  • 8 Min. de lectura

P a u l W ä g n e r

Fragmento de novela


Fotogragía de Paul Wägner
Fotogragía de Paul Wägner


Desde la Gran Guerra ignoraba los espejos, visto que el escritor romántico que vivía en mí parecía irreconocible. En mi niñez, hacía cuatro años, había sido un hombre de palabra: fue por ello que el veinte de febrero de mil novecientos diecinueve y en honor a los tiempos de paz, debía reunirme en la Plaza Molière con mis amigos para «celebrar nuestra independencia con risas y besos tras el final de la guerra». Les había escrito una carta a cada uno de ellos para la tan esperada ocasión, pero ninguno respondió: también tenían miedo de contemplarse en el cristal y encontrar a un farsante.


No fue culpa de Yevgeny, Honoré o Yvonne: desde hacía meses que no salía de la casa de mi abuela. Fue por ello que concreté la reunión tan tarde, con una fecha al azar. Cholimar, el pueblo que antaño había considerado mi hogar, ya no era lo mismo desde mi cobardía al exterior. Solía recitar versos sobre sus claveles, pero creía que después de la guerra ninguno debía escribir poesía. Lo intenté, incluso con la pluma de Yvonne, pero mi mano convulsionaba con cada sílaba. Me hubiese reído de mí mismo cuando aún tenía diecinueve años, pero merecía sufrir por mis errores. Temblaba con la sola idea de abrazar a mis amigos y que me repudiaran. Sin embargo, mi abuela calmaba mis nervios explicando que la esperanza se atesoraba en nuestros corazones, que incluso si faltaban al encuentro, los ángeles de Dios me vigilaban y cuidaban, ¿pero cómo creerla? La guerra me había arrancado el rostro.


Por más que me doliera, debía salir a las seis de la tarde. Me levanté de mi cama a las cuatro, oliendo la pestilencia del camembert, recordando las meriendas que tragaba en las trincheras. Las ganas de vomitar me invadieron. Me dirigí a la sala de estar que, a diferencia de mi habitación, estaba decorada de fotografías y lirios. Me interceptó mi abuela, sonriente de verme sin mi prótesis facial.


—¡René! Te ves muy guapo hoy.


Desavenía con mi abuela, visto que carecía de un semblante que admirar.


Recogí los platos y los llevé a la cocina, exterminando la hediondez. Aproveché para regresar y busqué entre los anaqueles el peine de mi abuela. Guardaba las novelas y poemarios que leía de pequeño, autores que me eran tan desconocidos como yo: Chateaubriand, Lamartine, Musset, Baudelaire, Hugo, Maupassant. Tomé el cepillo y volví con ella: era hora de empezar nuestra rutina diaria.


—Hoy te peinaré como nunca, lo merita una ocasión tan especial. Ven, siéntate, que todo saldrá bien. —Seguí sus órdenes. Estaba acostumbrado a hacerlo—. Hace sol, pero las cigüeñas acaban de migrar. Nunca vuelan tan tarde en esta época del año. Tal vez vuelvan en septiembre. ¿Qué piensas?


Desde hacía años que me callaba entre conversaciones, no solo porque estaba desprovisto de lengua, sino porque mi abuela me ayudaba a combatir los silencios de las conversaciones. Habíamos aprendido a comunicarnos con mugidos y señas, acto que se me hacía vergonzoso. Acostumbraba a perderme en sus palabras, evitando asemejarme a un perro sarnoso. Asentí, nuestra señal para que continuara hablando.


—Estoy tan emocionada como tú. ¿Has pensado llevarles un regalo? Creo recordar que a Yvonne le gustaban los lirios, igual que a mí —dijo, acariciando mi cabello con el peine.


Era mentira: se confundía con su hermana Annabelle. En cambio, a Yvonne le fascinaban los geranios, pero la idea de cruzar la calle hasta la florería me provocaba náuseas y migraña. Era desmotivante saber que caminaría cuatro cuadras hasta la plaza, expuesto a los ojos de los desconocidos que se apiadaban de mí. Además, era posible que Yvonne hubiese cambiado de opinión. Tal vez ya no amaba ninguna flor, así como nunca me quiso. Suspiré, mientras mi abuela besaba mi frente.


—Ya sé: deberías llevar tu poesía. A Yevgeny le encantaba.


Me negué levantándome de mi asiento. Había perdido la esperanza en la literatura: ¿para qué enseñar versos que era incapaz de recitar? Temblé, visualizando mi destino: los niños se asustarían de mí por darse cuenta de las pesadillas que mi rostro había vivido. Retrasaría la reunión en pos de la paz mental. Mi abuela me abrazó, entendiendo mis tribulaciones.


—Lo siento, mi amor: no lleves tu poesía si no quieres. Ven, deja que termine de peinarte. —Me condujo nuevamente a la silla, tomando mi mano—. Todo saldrá bien. Lleva un poco de camembert. A todo el mundo le gusta el camembert.


Ansiaba gritarle a los cuatro vientos lo mucho que deseaba morir. La guerra nos había afectado a todos y nadie en la retaguardia supo lo que viví. Admitía que era mejor así, aunque mi abuela olvidara lo mucho que había sufrido y por ende, me acometiera el pulso de romper todos los espejos de su casa. Notó mi tensión, por lo que se apresuró en alistarme.


—Lavé tu prótesis, la dejé en tu cuarto mientras dormía y preparé el traje del abuelo. Hubiera estado muy orgulloso de dártelo.


Asentí, respetando la memoria del esposo de mi abuela. Jamás lo había conocido, pero coleccionaba gabardinas como nosotros acaparábamos balas. Lo había visto en algunas fotos, pero dejé de hacerlo cuando el reflejo de las mismas me mostraba mis cicatrices. Tirité hasta que mi abuela terminó, dedicándome una sonrisa, su forma de decir que, aunque me desconocía, era el mismo René de hacía cuatro años.


Me dirigí a mi habitación para buscar la prótesis. Había sido un regalo de las enfermeras de la Cruz Roja, útil según ellas para ocultar mi inexistente mandíbula, pero era como portar una maldición. Las personas se detenían para observarla y preguntarse si era real, hasta que descubrían su falsedad y presentaban sus disculpas. Abrí cada cajón de las mesitas de noche hasta encontrar a mi compañero. La sensación de llevarla me recordaba al metal: frío y sintético. Sentía en lo poco que quedaba de mi paladar el sabor de la herrumbre, pero prefería portarla que exponer mis encías y la carne de mi garganta.


Solo quedaba vestirme. Era una levita sobria de color beige. Las mangas me apretaban, pero mi abuela lloró de la emoción al verme con ella. Veía en mí a su esposo, pero ya no quería a una mujer y ya no deseaba luchar por una causa. Hacía esto para cerrar aquel capítulo de mi vida que tanto me había atormentado. En el fondo, sabía que mis amigos se ausentarían a la reunión. Perdí el contacto con Yevgeny y su familia hacía tres años, Honoré había despertado, pero ignoraba si estaba vivo e Yvonne se desvaneció tras su última carta en mil novecientos diecisiete: se fue de casa. Estaba solo y sólo un milagro me probaría lo contrario.


Tomé un poco de camembert y lo guardé en los bolsillos de la levita. Mi abuela me deseó buena suerte y me recordó que conservara la esperanza. Traté de sonreírle, pero mi prótesis solo me permitía mostrar una expresión. Me lancé a las calles, amnésico y con la esperanza de llegar a la plaza en diez minutos. Debía tener la vista en frente: si cruzaba miradas con alguien, sería mi fin.


Partí de la calle Pétain y bajé hasta Camino de las Damas. Las habían nombrado así por las ofensivas de la guerra, símbolo de la victoria de Francia contra la nueva República de Weimar. Solía ver por la ventana cómo los niños les preguntaban a sus madres qué significaban esos nombres y respondían que se trataba de un recuerdo apacible de los días de conflicto. A veces, cuando mi alma de artista regresaba, me imaginaba una calle con mi nombre y rostro. Eso haría que sus respuestas cambiaran a las palabras que los soldados asociaban a la guerra: «infierno», «ciénaga», «auxilio». Terminaría en prisión, condenado por ofender a los muertos que lucharon por la patria.


Pensar en esos escenarios me distraía del mundo real, si bien lo había abandonado desde que volví a casa. Las personas que había asesinado rondaban mi mente cada vez que veía a los civiles. Caminé por un par de metros más hasta pasar por la avenida Saint-Étienne, uno de los pocos nombres que se conservaban. Viajé al pasado: era nuestra primera ruta de encuentro, en donde nuestros caminos se cruzaban para llegar a la plaza. Honoré e Yvonne siempre llegaban por la calle Sena, mientras que Yevgeny por la Rin. El antiguo nombre de mi calle era Flor de Lis, un nombre que me parecía tan patriótico que había estado orgulloso de vivir en un lugar así.


Crucé la avenida, deslizándome por callejones plagados de ratas y soldados mutilados que se resguardaban para evitar la insolación. Un anciano, de tal vez sesenta años, sudaba y roncaba: le faltaban las dos piernas y un brazo. Otro joven —se veía de veinticinco—, tenía ojeras casi tan grandes como sus ojos. Estaba cubierto de los restos de una alfombra egipcia, rescatados de la basura o tal vez de algún negocio. Cruzamos miradas y reconocimos nuestro dolor: éramos ajenos a nosotros mismos en un mundo de parias, pero entre parias nos apoyábamos. Le extendí el camembert: se cubrió con su manta y me contempló con ojos brillantes. Señaló al anciano.


—Cuando como brie me vuelvo loco: el shellshock vuelve, pero esto me gusta. Lo compartiré con él y le diré que Dios está con nosotros. Gracias.


Tomó el camembert y continúe con mi camino. Resurgí de los callejones hasta la calle Isla de Francia, cuyo nombre tampoco había cambiado. Caminé cabizbajo mientras los niños jugaban a los soldados en la acera. Uno de ellos llevaba un uniforme francés, hecho a su medida, persiguiendo a otro que portaba un uniforme alemán. Para mi sorpresa, las madres estaban impertérrita y pocos niños carcajeaban ante el espectáculo. El peso de la guerra se había infiltrado entre las grietas familiares. Tal vez uno de ellos perdió a un hermano, un tío, un padre o un abuelo. No quería saberlo: la reunión se acercaba y debía luchar contra mis instintos.


Cada paso que daba me recordaba a la Plaza Molière: consistía en una fuente rota acechada por la mala hierba. Pensábamos que el alcalde la consideraba un lugar maldito, cuando nosotros la veíamos con cierto encanto. ¿Por qué la abandonaron? Lo desconocía, pero la habíamos usado como fortaleza secreta. Pasábamos nuestras tardes hablando de lo que habíamos desayunado, de cómo nos iba en la escuela, de nuestros sueños, ambiciones y esperanzas. Esos recuerdos se habían esfumado. Fuimos ingenuos al creer que la guerra significaría un futuro próspero para nosotros. Yevgeny tenía razón: íbamos a ir al matadero. ¿Qué me quedaba ahora? Una sombra del pasado y una promesa se habría de romper.


La última calle se erguía frente a mí como un tanque de guerra: la calle De la Paz, uno de los nombres más irónicos que había leído hoy. Retrocedí. ¿Para qué tanto esfuerzo? Mis amistades estaban tan muertas como yo. ¿Por qué me motivaba a seguir? ¿Esa esperanza de la que hablaba mi abuela? Cuando volví del frente había contemplado el



suicidio. Lo único que me detenía era el deseo de asistir a un mañana sin conflictos, pero hasta eso era imposible para los políticos. Este mundo, que antes era mío, con mis versos, personajes y amigos cesó de existir. Volver a esa plaza me recordaba a mi miseria, una que evité observar en los espejos, pero que perseguía como un francotirador.


Lloré y me adentré en De La Paz. Ni las hojas de otoño, ni la niebla del invierno ni el polen de la primavera me protegerían del vacío de la plaza. Imaginé los rostros de Yevgeny, Honoré e Yvonne, sonrientes de encontrarse conmigo. Necesitaba gritar, pero no tenía mandíbula. Necesitaba compañía, pero ellos habían muerto. Aquella reunión había sido la peor idea de todas y ni siquiera podía quejarme. La silueta de la plaza se dibujó en el horizonte, perdida entre las memorias de un niño que sólo deseaba escribir para sus amigos y con sueños de narrar las aventuras de Europa y de los mundos que había creado. ¿Para qué tener esperanza en un continente suicida? Era imposible. Debía sufrir; de otro modo, no sabría qué hacer.


 
 
 

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