La generación perdida
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 15 abr
- 8 Min. de lectura
I s a b e l l a K o e n i g
Cuento

Elegí ser sepulturero. El invierno pintaba Cernay de novia y lo sumergía en una fina capa de muerte; solo éramos los muertos y yo. Marché hacia Nikolas Samardzic y limpié la nieve acumulada hasta que mis uñas se enrojecieron. Su hermano nunca fue a visitarlo, pero yo pulía la placa todos los días como hacía con la de Richard Tetznep. A él lo recordaba con el bigote mesado y las ojeras azules, sollozando en la trinchera como un cachorro perdido; luego, sangre y fango. Arranqué los cardos secos convencido de que me agradecería por cuidarlo, pero las 7429 tumbas se alzaron susurrando cada orden y sermón del ejército. Anhelaban el tintineo de las llaves y el cierre de las puertas de acero.
La estela del Batallón de Fusileros se encontraba en la doceava columna de la quinta sección, al lado de Michael Schneider y Julius Jasinksi. Solo había visto al primero. Imaginé sus ojos lobunos y su sonrisa radiante, pero los gritos de sus compañeros inundaron el cementerio. Los tiradores habían sucumbido a los obuses y la fecha de las lápidas revivía la tragedia: «19 de enero de 1915». Froté el cipo hasta que se rasgó el algodón de mis guantes y que los números brillaron bajo el sol gélido. Vi mi reflejo en el cobre, pero retrocedí apartando la mirada. ¿Qué más me quedaría sin ellos?
Las raíces de la carrasca serpentaban hasta los hermanos Werner y Eduard Fintelmann. Su padre los visitaba cada tres meses y estacionaba la carreta encarando a los Vosgos. Tal vez lo hacía para prepararse; lloraba por días y les obsequiaba una maceta con amapolas. Cuando la nevada empezó, guardé la maceta en el barracón y solo quedó un agujero terroso en el sitio.
Acaricié el mango de la pala, pensando en que mañana Friedrich Meyer cumpliría diez años en Cernay. En el entierro, había escuchado de sus camaradas lo mucho que le gustaba el teatro del Sturm und Drang, y compré Los bandidos para entretenerlo para apaciguar la pena de que no volvieron a visitarlo por nueve años.
Al encino lo había plantado cuando llegué a Cernay. Ahora los veranos daba sombra a las madres que buscaban a sus hijos, pero en diciembre las ramas se desplomaban y ennegrecían las tumbas con corteza podrida. Recogí los vástagos alrededor de Hugo y Ludwig Zimmermann, dos gemelos enterrados junto a un Soldado Desconocido, y noté el desgaste de la cruz, con diminutas fisuras por todas partes. Tiré la pala y tenté el mármol buscando la dirección del viento, pero los arañazos se dibujaban por doquier. ¿Había sido un zorro? Bufé. ¿Cuántas veces tenía que enseñarle el rifle de cerrojo? Instalaría más trampas, cazaría a la alimaña con el rifle de cerrojo... Pero imaginé a los fallecidos tapándose los ojos y suplicando que los disparos se detuvieran.
Me estremecí, y las trece secciones se hundieron en el barro. Pensé en cada ocasión en que me había paseado con el fusil, enseñando sin querer el cañón frente a sus narices. ¿Cómo había sido así de estúpido? La artillería y los fusileros nublaron el cementerio. Karl Bauer, Hans Alder y Hermann Hoffman me acechaban, y recordé sus fotografías militares, serios como en una pintura, juzgándome con el ceño fruncido, y suspiré.
—Lo siento —dije—. De verdad. Fue mi culpa.
El eco se oyó hasta la onceava sección. ¿Me habían temido otra vez? Me pellizqué los dedos. ¿En qué había pensado? ¡Tuve que suponerlo! Tiraría el rifle, no volverían a verlo jamás.
Cargué las ramas con ambos brazos y me fijé en el sol; el ocaso se acercaba y el frío congelaría el cementerio. Me mordí los dientes. Los días eran cada vez más cortos y las lluvias más virulentas. Trabajaría el doble en verano para compensarlo y me dirigí a la entrada, sintiendo la mirada de todos en la nuca.
Cerré las puertas del cementerio, relucientes bajo la luz del ocaso. nocía, y si lo hiciera, se disculparía, pero era un capricho inútil. Me volví hacia las cruces y me quité la boina. ¿Qué soñarían de noche? ¿Sobre el armisticio? ¿O el fusil? Tal vez ambas eran pesadillas.
La silueta del barracón se camuflaba entre la quinta y primera sección. Abrí la puerta y encendí la bombilla. Los trozos de diarios y boletines saltaron de los muros. Reconocí el nombre de Oskar Neumann y el Batallón 68 de Aviadores. Había descubierto el nombre de su brigada hacía dos semanas y le prometí que su memoria estaría a salvo en Cernay. Tardaría una semana más para transcribir su historia en la libreta. Decidí buscarla con la mirada en las esquinas del cuarto, sobre las estanterías, debajo de la cama y dentro de las ollas. No la encontré, pero vi el fusil tirado junto a la pila de cartas y fotografías.
Me sudaron las palmas y me mordí los labios. ¿Por qué me había molestado en conservarlo? Lo sujeté de la culata y las manos me temblaron. Los acabados de plata tallados en la madera nublaron mis sentidos, y recordé el fango y las risas de los generales. Heinrich me invitaba café todas las mañanas y Johann brindaba conmigo con cada kilómetro conquistado. Lo celebraban por días envidiando el anillo de oro y el pañuelo de seda y esmeralda. ¿Y Nikolas Samardzic y Richard Tetznep? ¿Michael, Julius, Werner, Eduard, Friedrich, Hugo, Ludwig, Karl, Hans, Hermann, Oskar? ¿Acaso no importaban? Pero me vi sonriendo y animando a los míos.
Tiré el arma y me abalancé sobre las cartas, con los apellidos de mis soldados llenando cada rincón de la habitación, y cada sobre y agradecimiento me apuñalaba: El llanto de felicidad de la señora Althaus por la donación del monumento, el duque de Saarbrücken me prometía una cena en París y el antiguo alcalde de Cernay me llamó un héroe de la patria. ¿De verdad, un héroe? ¿Un caballero con la capa y el estoque manchados de sangre? Rasgué el papel en mil pedazos y rebusqué las cartas que sí importaban, esas que repetían la única verdad de la guerra. La madre de Ackermann rogaba por mi muerte, los hermanos Schäfer se preguntaron por qué los había enviado a las trincheras y, por fin, el sello de Baviera, las palabras de Linda Wagner: «¿Qué pasó con mis hijos? ¡Los olvidaron!», y tenía razón. Los había olvidado a todos.
La pila de cartas se desplomó y el color dorado de en una de ellas me fulminó: era uno de los sobres de mamá. ¿Cuánto tiempo había pasado? Muchos años, no importaba. Creía que había quemado todas sus plegarias y sepultado sus miles de preguntas, pero me perseguían como un fantasma. Me arrodillé rasgando el papel, y la cursiva Sütterlin oscureció la sala. «Avenida de Unter der Linden, Apartamento 12, 10117, Berlín», y la misma súplica se repetía sin descanso: «Deja este capricho, Herbert, deja a los muertos en paz». ¡Dios! ¡Como si fuera así de fácil! Pero no lo era. Había tantas ceremonias y entierros franceses como osarios, ¿y los perdedores? ¿Qué había hecho por ellos? Vivía, y ellos se pudrían bajo las suelas de mis botas.
Prendí la chimenea con el encendedor. Lo quemé todo: cada misiva que exaltaba la guerra o a mí mismo. El humo se confundió con la neblina de la madrugada y pensé en los pueblos del Sungdau, en sus casas de piedra y en los techos de paja, y en el silbido de los obuses y el estruendo de las avionetas. ¿Extrañaban el graznido de las águilas, los arrullos de las tórtolas? ¿Y si criaba a un par? No, era un estúpido y me querían lejos, perdido en la inmensidad de los Vosgos. ¿Quién imaginaría a un general cuidando de la infantería? Pero no me iría, y por más que Cernay intentara recordarme, nunca volverían a verme.
Me acurruqué en medio de las sábanas y los recortes de periódicos, e imaginé el cielo de azul y repleto de alondras. Cuando volviera el invierno, cumpliría otro año en Cernay. Más meses de trabajo, más días de falsa soledad, pero descansarían otra vez. ¿Qué más importaba sino su bienestar? Les serviría para siempre.
Una vez que los primeros rayos del sol salpicaron las nubes espectrales, un metro de nieve había conquistado el cementerio. Agarré Los bandidos de la estantería y me puse la gabardina descosida.
Empezaría con la primera sección hasta la onceava, pero distinguí un sendero dibujado desde la entrada hasta la profundidad de la séptima sección. Me ardió el pecho, y mis dedos perdieron su color. Corrí a por los candados pensando en cómo los habían roto. ¿Y qué francés visitaba un cementerio alemán? ¡Iban a profanarlo! Me abalancé sobre la primera sección, deseando disparar el fusil, soplar el silbato, ¡bombardear las trincheras!
Encontré al fantasma frente a la estela de los Soldados Desconocidos. Vestía un gabán de piel de lobo y unas botas de cuero de alce, sosteniendo una pipa hecha de encino. Me detuve a diez metros de él.
—¿Herbert? —preguntó—. ¿En serio eres tú?
Era la voz del demonio: gutural, enfermiza. Sus carcajadas picotearon mi cabeza, y los peones y alfiles me apuñalaron los pulmones. Rebusqué el cuchillo, la bayoneta, ¡cualquier arma! Pero solo encontré sus ojos azules.
—¿Me recuerdas? Han pasado años. No sabes cuánto quería…
—¡Lárgate! —zanjé—. ¿Cómo carajo entraste?
—¡Tranquilo, Herbert! Solo escalé el muro.
—¡Mientes! ¡Vienes a alardear de tus hazañas! ¿Qué quieresde ellos? ¿Qué quieres de mí?
Heinrich alzó las manos y retrocedió hasta la estela. La roca en sombreció su rostro, y adiviné cada uno de sus pensamientos: ¡El miserable de Herbert! ¿Qué hace viviendo con esos soldados? ¡Desperdicia su vida! ¿Y qué importan los muertos? ¡Nosotros conquistamos los Vosgos y expulsamos a los franceses de sus tierras!
Pero metió la mano en el bolsillo y sacó una carta dorada.
—Tu madre me escribió, Herbert. Ya no sabe qué hacer.
«Un capricho, Herbert, ¿por qué no dejas a los muertos en paz?». ¡No! ¿cómo podría hacerlo? Los envié a la muerte con cada orden, y los Vosgos se alzaban sobre sus lágrimas, los gritos y cadáveres.
—Vete, Heinrich. No me conoces; ni a mí ni a mi madre.
—Creí que éramos amigos.
—¿Amigos? —Me carcajeé—. ¿Crees que matar a nuestros hombres nos hizo amigos?
—Eso ocurrió hace veinte años, Herbert.
Apreté los puños y me corté las palmas. ¡Mentiras y más mentiras! ¿Cómo vivía con la mente sosegada? ¡No le importaban los muertos! Contaba los años de sus risas y juventud: dieciocho, veintiuno, treinta. ¿Y nosotros qué? Éramos ancianos, cubiertos de polvo y sangre, y ese era mi pecado. ¿Por qué Heinrich no lo veía?
—¡No tienes ni idea de lo que hemos hecho! Le faltas el respeto a todos.
—Herbert. —Avanzó extendiéndome la carta—. No hay por qué seguir en el pasado. Ya me he lamentado suficiente.
—¡Mentira! ¡Si te hubieras lamentado, hubieras hecho lo mismo que yo!
Las tumbas me observaron, les crecieron colmillos y garras, y los nombres de los soldados desaparecieron del mármol. La tierra me reclamaba. Los Vosgos me devorarían por fin, y el gabán de Heinrich se transformó en su uniforme terroso. ¿Qué consuelo había encontrado? ¿El dinero, la fama, el honor? ¡Falsas esperanzas! Los 7429 muertos tenían razón: yo olvidé su sufrimiento, y Heinrich recordaba las partidas de póquer y los cigarrillos agrios. Busqué una pizca de culpa en él, pero solo vi la humedad de sus ojos, como las nubes que cubrían el cielo y los gañidos de los zorros que inundaron el cementerio.
Heinrich soltó la carta y guardó la pipa, marchando hacia la salida sin apartar su mirada de mí.
—De verdad espero que encuentres paz, Herbert. La culpa no es tuya.
Desapareció para siempre. La sombra de la estela ocultó la carta y la sepultó en la nieve, mientras imaginaba a mi madre con el paraguas y el vestido de luto, llorando frente a mí y lamentándose por cada cruz. ¿Era lo que me decía? ¿Lo que tanto guardaba su corazón? «Un capricho». Caí al suelo empapado de lágrimas, bañado en fango y oro. Era mi culpa, ¡elegí mi destino y ellos murieron! ¿Cómo viviría en paz si lo único que gritaba mi reflejo era vergüenza? No, nunca lo haría. Era mi castigo, mi purgatorio, mi capricho.
Arranqué Los bandidos de la gabardina. Era el cumpleaños de Friedrich, y lo festejaría hasta el fin de la guerra.





Comentarios