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REVISTA LITERARIA

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Entumecer

  • Foto del escritor: Elipsis Diseño y Maquetación
    Elipsis Diseño y Maquetación
  • 15 oct
  • 3 Min. de lectura

Traducción de The fading de Noah Evan Wilson



Por Roberto Poblete Velázquez



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Fotografía de Mylén




Encorvado sobre el lavatrastes, mi hijo mantuvo la aguja de un imperdible  desenganchado en una flama, viéndola atezarse hasta quedar limpia. Entonces, una a  una, abrió las ampollas de las yemas en su índice y dedo medio derechos. Luego  aquellas en sus cuatro dedos izquierdos.

No podía ver su rostro, solo los hombros —anchos y tensos—, las manos al trabajar,  sueltas aún. Debí sospechar que su entumecimiento empezó cuando sacó su  contrabajo del sótano, ordenó nuevas cuerdas y empezó a practicar todos los días,  hasta muy tarde en las noches, otra vez.

Él tocaba en la orquesta de la escuela preparatoria, hace casi veinte años. Hizo una  audición de chelo pero no le dieron ningún lugar, entonces fui al otro día y…, tuvimos  una conversación. Se acercaron, le pidieron que tocara, pero que cambiara de bajo. Y  fue un buen arreglo. Era alto mi muchacho, y lo necesitaban alto para sostener el  instrumento, con manos grandes también, del ancho de un LP de vinilo. Unas manotas  firmes, como las mías. Soy —era— un carpintero. No por oficio, sino por afición; hasta  que mi entumecimiento se puso peor. Lo hice todo en esta maldita casa: las encimeras  de caoba, los gabinetes del pino con marcas de escarabajos, sus manijas en forma de “L” hechas para enganchar y tirar. Sí, todavía tenía unos buenos años después de que el entumecimiento empezara, e hice la mayoría de estos de tal manera que yo hice gran  parte de esta casa, para nosotros dos. Solo por si acaso.

«Hijo», dije llevando mi mano hacia su espalda. Pero me detuve antes de ponerla ahí,  débil y sin vida. Seguro ya había puesto suficiente sobre sus hombros.

Me miró fingiendo dolor, apretando los labios y entrecerrando los ojos. «Ampollas del  bajo», dijo.

«¿Lo que estabas tocando era algo de Miles Davis?».

«Sí, bueno, Paul Chambers».

«Claro, So What, ¿verdad? Una de las mejores líneas de bajo de todos los tiempos»,  dije.

Hizo una pausa, se volteó hacia mí y puso la mano en la barra dejando cuatro  impresiones rojas como el vino. «No es la línea del bajo…», dijo, «es la melodía. La única  pista en el disco —de muchos discos— donde la trompeta, saxofón, teclado, todos, dan  un paso atrás para que el bajista toque la melodía. Y es lo mejor del disco».

«So What», asentí.

«Sí, So What», dijo. «Mi entonación… Todavía no puedo…».

«Hijo», dije inseguro de cómo empezar. Imaginé esta conversación muchas veces, pero nunca con palabras, más como el montaje de una película con música, tal vez con una melodía tocada en bajo —grave y pesada— cuyo cuerpo de madera crujiría debajo,  como esta vieja casa en la que aparecemos. Y de alguna manera, le hacía entender  que este diagnóstico no es el final, que nos adaptaríamos. Cómo puedo ayudarlo,  ¿cómo?

Pero recuerdo haber recibido el diagnóstico y saber que entonces no había comprado  un montaje semejante. Hay un largo nombre para el entumecimiento que desde hace  mucho olvidé. «Es demasiado tarde», dijo el doctor. Pudieron arreglar mi columna pero no los nervios. Entonces ella dijo «Pero tal vez no es demasiado tarde para los niños».

Resultó que mi hija no tenía el gen. Ella es música también, de oficio, una cantante. Mi  hijo se negó a hacerse el estudio. De muchas formas pienso que habría sido más fácil  para ella haberlo tenido —se procura una buena vida con su voz poderosa— pero estoy agradecido de que él sí. Si no fuera por este entumecimiento de la sensibilidad, de las  habilidades motoras finas, su bajo se hubiera mantenido en silencio debajo de nosotros. Si no fuera por este entumecimiento —mío y suyo— me imagino que estaría viviendo yo aquí solo.

«Debería volver a practicar», dijo caminando hacia atrás a través de la puerta batiente. «Deberías dejar que sanen primero», dije viendo sus yemas.

«No, es mejor así. Me ayuda a sentir las cuerdas», dijo y se fue.

Me acerqué a la barra, mojé mi manga bajo el grifo automático y limpié con cuidado las  manchas. Escuchando la música, cerré los ojos y por un momento sentí la suavidad de  la madera otra vez, el papel de lija contra mis palmas mientras la alisaba, el peso de mi  martillo y el olor del aserrín.

 
 
 

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