Dialogar con los muertos
- Elipsis Diseño y Maquetación
- 15 oct
- 7 Min. de lectura
Por Gustavo Obed Campechano Aguirre

Fotografía de Mylén
En 1992, Fito Páez publicaría lo que eventualmente se convertiría en el disco insignia de su carrera: El amor después del amor. En él aparece una composición propia del rosarino que remite al agradecimiento humano por la compañía y el amor recibido, además de la hecatombe emocional que representa la repentina aparición de la muerte en una persona: Tumbas de la gloria. No obstante, esta canción también podría definirse por un solemne miedo existencial hacia el olvido: «yo te pido que no me dejes caer en las tumbas de la gloria» (Páez, 1992, 1m52s). De manera sucinta, el amor, la compañía y la experiencia de vivir la vida con alguien no se olvida o ignora así de sencillo, sea o no en vida.
Desde luego que la visión anterior alcanza a esparcirse a través del mundo emotivo y social. Sin embargo, el contenido a profundidad, en cualquiera de sus interpretaciones detalladas, es la representación y efectos de la muerte en sus dimensiones físicas y simbólicas, además de la manifestación de una sutil forma de comunicación entre los sujetos que componen la definición de vivo y muerto. Este último será nuestro punto de partida.
Todo el tiempo está presente el acto de recordar como un niño a punto de explotar en curiosidad y descubrir el mundo por primera ocasión. Ya desde la infancia nos encanta mojar nuestras manos una y otra vez con la imagen inasible de lo que fue y será en algún momento: los interminables veranos o la música que versa sobre la sala de los abuelos son imágenes dignas de proyectarse en la mente. El recuerdo es un extracto íntimo de lo que no queremos que la muerte «arruine», pues lo vuelve más doloroso; su presencia es para nosotros el instante definitivo para resignificar estas escenas. Pero el proceso natural de lo existente nos lo demanda: la muerte es el espacio de reconocimiento para cada uno, es la entrada a la adultez y el acceso al razonamiento del «ya no soy tan joven», así como el punzante diálogo interno del «yo también me voy a morir».
La vida es un ejercicio de constante nobleza cuando se le aplica y observa muchos de los preceptos cristianos o principios de religiones orientales en ella sobre nuestro contacto con la muerte. En cuanto al primero, quizás debido a una dominación mental y juicio interno no racionalizado, pero al final de cuentas cultural, pensamos en los mandamientos: «honrarás a tu padre y madre». Se cumple, al menos en la mayoría de ocasiones. Pero qué es esto, sino también una versión ataviada del ejercicio eclesiástico y moral. La muerte no define barreras en la comunicación. Otra versión es posible: «honrarás a tu padre y madre en vida y muerte». Plantearse la versión de la honradez en ambos escenarios nos posiciona en una situación sublime de escenarios atemporales a partir del contacto real o el recuerdo, donde coexistimos con el pensamiento heroico y glorificante de hace siglos.
La vida no adquiere una doble necesidad de tributo; la muerte, en cambio, altera el panorama de acción. La muerte se manifiesta en un primer acercamiento para nosotros sin nosotros aparecer en el umbral: podría decir Migue García (2005, 0m7s) ya no es una interpretación, sino la traducción de un violento sueño. Un primer diálogo interno se proyecta en la muerte de alguien conocido, llámese padre, madre, abuelos o hijos. Además del potencial lamento interno, ocurre la necesidad de calma, es decir, hablarnos a nosotros mismos a través de la voz de los demás. Así, frases como «no estés triste» o «ya no sufro» que imaginamos nos diría alguien que ha fallecido se vuelven necesarias dentro o fuera del rito funerario.
El diálogo se extiende durante muchísimo más tiempo. Los finados, la muerte misma, resulta una guía espiritual para la vida. Lo que uno ha de hacer en vida debe valer la pena. Si bien el aspecto físico es la cuestión inicial, donde uno se parece a su padre, madre y al menos a otra veintena de personas, el resto se define por su círculo contextual. Uno no puede quitarse la cara, o la máscara, porque eventualmente es o fue, el reflejo de al menos influencia de otra centena de personas. Eso lo define a uno; es el aroma impregnado, se vuelve el aroma natural. Es una enorme gracia de la vida y objeta contra la razón de ser independiente en este mundo codependiente.
Qué habrá dejado una persona ante nuestra vida cuando finalmente termina su ciclo terrenal es variable. A Harry Potter le heredan los ojos y calidez de su madre, y la habilidad de meterse en problemas de su padre, aún sin conocerlos. Los reconoce en una visión previa al momento del encuentro casi final con Voldemort y le han de confirmar, ante la posibilidad de morir, cómo se siente y qué ha de hacer. Pero atendiendo al mundo real, la conversación con los muertos puede darse casi con cualquier elemento alusivo, desde nuestro reflejo en el espejo hasta el encuentro de viejos libros o hábitos que has incorporado a tu vida: Walter White, en la serie Breaking Bad, adopta el rechazo hacia las orillas de pan después de su primera víctima. Además, parece fascinante y romántico el hecho de encontrarnos ante la probabilidad de analizar las mismas ideas que un fantasma: qué viviste, sufriste o sentiste para llegar a escribir esa página que de pronto nos tiene tan ensimismados y tratando de entender para posteriormente actuar según soliloquio del personaje principal. Los libros de alguien finado es un reflejo fiel de la conversación entre los dos umbrales.
En otras palabras, esto es un diálogo indirecto planteado con respecto a todo lo que nos rodea. Platicamos con nuestros muertos cuando escuchamos su música, desayunamos su comida favorita o incluso heredamos su ropa. Hay un momento menos ilusorio, sino directo, cuando establecemos esa comunicación del cómo te ha ido, cómo es estar allá arriba o en todos lados. Como ejercicio mental, la conversación se desarrolla en un ambiente íntimo: nada ni nadie nos perturba el recuerdo o la necesidad de reconexión.
Esto nos conduce nuevamente a Migue García con su canción Historias de terror. En ella aborda la sensación de inseguridad e incertidumbre frente al aparente fin de una relación: la muerte del amor. La vida es un sueño que se ha convertido en realidad; lo que prosigue es el conflicto entre el locutor y la pareja.
La muerte del amor es una muerte simbólica. Este último nos marca la ruta profunda para ser humanos. Este sentimiento en una persona termina en la disolución definitiva del vínculo y desaparece en el olvido. En última instancia, podremos representar al amor como quien muchas veces sostiene la base del recuerdo e imaginación: «si, por ejemplo, recuerdo a mi padre ha de ser porque he manifestado amor filial hacia él en distintas dimensiones y ahora que no está es un hilo conductor por el mundo por su enseñanza y todo lo demás que me ha dejado». Lo mismo sucederá en el ágape o eros.
Este sentimiento nos convierte en individuos y la relación de este con la muerte la convierte, paradójicamente, en el espacio de transformación.
El fin del amor en el recuerdo representa la muerte final. La vida no otorga créditos más allá de los dados en consciencia. Bajo el yugo de lo que Gustavo Cerati hace referencia en su canción Paracaídas, «sabes que te voy a amar siempre» (Cerati, 2001, 0m2s), es que busco situarnos para evidenciar una forma real y sutil de vivir la vida a través del diálogo con la muerte. La muerte nos marca pauta y buscamos rebobinar constantemente el diálogo y perpetuar acciones conjuntas a espera de la iluminación o el desapego, proceso que marca la canción de forma constante y melódica y que logra hacerlo hacia el final, ¿dónde comienza nuestra propia vida? ¿Cuál es el límite de nuestra vida con respecto a lo que fue la vida de quienes ya no están? ¿Es acaso este diálogo eterno con los muertos una versión anacrónica de nuestro proceso de asimilar el fin humano? ¿Qué hacer ante el imperioso proceso de olvido y el inevitable paso del tiempo junto con la exigencia que nos plantea la propia vida?
No se ha tratado de que en este texto de obsesionarse con nuestra propia sapiencia de mortales; tampoco se trata de ubicarnos en un extremo contrario donde la ley del placer sea la regla para cada individuo, y, que en ambos casos, nos demos cuenta de que finalmente no vivimos. En dicho caso, la dicotomía humana de vida-muerte supondría una perspectiva única, que nos mantenga unidos a la muerte sin que ésta o su antónimo se supedita una a la otra.
Mucho se podría decir sobre cómo establecer este diálogo. No es necesario situarnos en penitencia, ser absorbidos por una atmósfera que nos ralentiza o invocar a los espíritus circundantes mediante algún juego o reto extraño durante la madrugada. Es internalizar la comunicación, retomar el ejemplo y continuar. Habremos de entender qué requiere su dinámica y que, como ha de suponer alguna buena parte de la idiosincrasia mexicana: la muerte nos acompaña siempre, es una relación especial de la cual se aprende de los demás. Podríamos plantear esto, sin caer en la frivolidad de asumir que todo ha de ser por quienes ya no están.
Todo momento es único, en tanto se reconozca como tal, pero la muerte lo vuelve más especial. No todo queda olvidado, pues asumimos que siempre nos llega la inspiración, señal, interés, pensamientos, palabras de otros para ser nosotros. Frente a la citas «algo de vos llega hasta mí» (Páez,1992,1m27s) y «Siempre supuse que hay algo de mí en vos» (García, 2005,1m01s) existe un espacio para replantearnos dichos escenarios. El diálogo se encuentra en el recuerdo, la toma de decisiones, en el día a día; en el pesar y la alegría. La conversación con los muertos, directa o indirectamente, nos permite esta fantástica muestra del inquebrantable amor y rechazo a olvidar quiénes somos por los demás.

Referencias
Cerati, G. (2001). Paracaídas [Canción]. En +bien. Sony Music Entertainment Argentina S.A.
García, M. (2001) Historias de terror [Canción]. En Quieto o disparo. Shiny Music
Páez, F. (1992), Tumbas de la gloria [Canción]. En El amor después del amor. Warner Music Argentina





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